Cuando la violencia alcanza a los más pequeños
Entre la cultura de las armas y la salud mental de los jóvenes, Estados Unidos vuelve a enfrentar su mayor contradicción

Hoy no quiero escribir con la voz del comentarista de noticias ni con la chispa del locutor que encuentra humor en lo cotidiano. Hoy escribo con el corazón apachurrado, roto, porque lo que sucedió esta mañana (27 de agosto) en una escuela católica de Minneapolis es, simplemente, trágico.
Niños, maestros, personal de administración… vidas perdidas, familias dañadas para siempre. Y una comunidad que, como tantas otras en este país, quedará unida por el dolor de una tragedia que se pudo, insisto, se pudo evitar.
La cultura de las armas
Estados Unidos es un gran país, pero no es perfecto. Vivimos en un sistema contradictorio.
La misma nación que defiende la libertad y protege la vida, normaliza la presencia de armas en la vida cotidiana.
Lo que para unos es “derecho”, para otros es una condena: la de vivir con miedo de que la próxima tragedia toque a la puerta de su escuela, de su vecindario, de su familia… de mi familia. Dios no lo quiera.
Salud mental y juventud
Hay algo todavía más profundo que no podemos ignorar: la salud mental de los jóvenes. ¿Qué lleva a un joven a transformar su rabia, su frustración o su vacío de fe en un acto de violencia tan extremo? No es una pregunta con respuesta fácil. Pero sí es una que debemos hacernos como sociedad.
Te invito a que veas esta reflexión de mi querido amigo, León Krauze, que subió a su cuenta en Instagram sobre el famoso y trillado argumento que no son las armas las que matan a miles de personas al año en Estados Unidos. Es la salud mental de los agresores.
También reconozco que faltan recursos, falta atención, falta abrir espacios de diálogo real donde nuestros jóvenes puedan hablar de sus miedos y de su dolor sin ser juzgados.
Sin embargo, coincido con Krauze: son las armas.
Sobre el agresor o agresora
Para hablar sobre la identidad del agresor debo ser cuidadoso. A lo mejor dentro de estas lineas podríamos encontrar algo que nos ayude a entender un poco más de lo que pasaba por la vida de esta persona. Aunque nada puede justificar un acto de esta magnitud, nada. No tiene sentido.
El agresor, o agresora, fue identificado como Robin M. Westman, de 23 años, quien nació como Robert Paul Westman y en 2020 cambió legalmente su nombre tras identificarse como mujer. En sus escritos y armas dejó mensajes perturbadores de odio antisemita y consignas violentas, lo que llevó al FBI a catalogar el tiroteo como un acto de terrorismo doméstico, además de analizarla como un crimen de odio contra la comunidad católica.
¿Qué aprendimos de la breve descripción de esta persona? ¿Podríamos concluir que esta joven padecía problemas mentales por su identidad de género? ¿Fue víctima de bullying? Insisto, nada, absolutamente nada justifica un acto tan diabólico de ir a matar a niños, en su escuela, orando durante misa, donde supuestamente están protegidos de todo mal.
Hoy lloramos a Minneapolis.
Ayer lloramos a Uvalde.
Hace unos años lloramos a Sandy Hook.
El eco de estas tragedias se repite, y con cada una parece que aprendemos menos. Como si el país hubiera perdido la capacidad de decir “basta”. Como si el país hubiera perdido o vendido su alma.
Una reflexión necesaria
No escribo estas líneas para señalar culpables fáciles. Escribo porque creo que tenemos que hablar, aunque duela. Tenemos que reconocer que el problema no se resuelve con discursos políticos ni con minutos de silencio. Se resuelve con acción, con valentía y con voluntad real de cambiar una cultura que hoy está costando vidas.
Porque ningún padre debería temer al dejar a su hijo en la escuela.
Ningún niño debería aprender a cubrirse de una lluvia de balas bajo un escritorio o banca de iglesia como parte de su rutina. Y ningún país debería aceptar la violencia como parte de su identidad.
¿Y tú, qué dices?