Guillermo del Toro y su pacto con los monstruos: el alma humana detrás de Frankenstein
El cineasta mexicano reinterpreta a Mary Shelley y convierte al monstruo en espejo de nuestra propia humanidad
“Y así, el corazón se rompe, pero aun roto, pervive”. — Lord Byron
Cuenta Guillermo del Toro (México, 1964) que de niño le tenía mucho miedo a los monstruos y fantasmas, especialmente a la hora de dormir. Una noche estaba tan asustado que empezó a ver hormigas verdes en la pared y criaturas dentro de su clóset, y en ese preciso momento hizo un pacto con los monstruos. Les dijo: “si son buenos conmigo y me dejan ir al baño les dedicaré toda mi vida”. Del Toro ha cumplido cabalmente su promesa. Desde Cronos, su ópera prima de 1992, una novedosa reelaboración del mito del vampiro, hasta su más reciente película, Frankenstein, estrenada en Netflix este pasado 7 de noviembre, el cineasta mexicano ha consagrado su talento a un género que no es simplemente cine de terror, sino un territorio donde se cruzan cuentos de hadas, fábulas e imaginarios simbólicos, y en el que monstruos y fantasmas funcionan como espejos de la condición humana, antes que como amenazas.
Guillermo del Toro empezó su relación con los monstruos viendo cine. El monstruo de la laguna negra, película de Jack Arnold de 1954 producida por Universal Studios, despertó la profunda fascinación que siente por ese ser anfibio hasta tal punto que se convirtió en la principal fuente de inspiración para La forma del agua, ganadora del Óscar a mejor película en 2017. Pero la criatura que más lo ha conmovido es a la que el doctor Víctor Frankenstein dio vida en su laboratorio en la novela clásica de Mary Shelley, publicada en 1818. La conoció primero por la película de James Whale (Universal Studios, 1931), con Boris Karloff en el papel de la criatura, y luego por la propia novela. Para Guillermo del Toro, la criatura de Frankenstein es una víctima de la crueldad humana, un ejemplo del mal uso de la ciencia, un ser abandonado por su creador en un mundo insensible e intolerante. Así pues, el verdadero monstruo no es la criatura, sino el doctor que no se hace responsable de su creación. El horror está en la ambición desmedida del creador.
Mary Shelley (1797-1851) es una de las escritoras fundamentales de la literatura moderna. Frankenstein, que ha perdurado en la imaginación popular durante más de dos siglos, puede leerse de varias maneras: como obra romántica y gótica, como pionera de la ciencia ficción y como reflexión crítica sobre la ciencia y la tecnología, tanto la de su época, marcada por la Revolución industrial, como la nuestra, marcada por la inteligencia artificial. El título completo, Frankenstein o el Prometeo moderno, sugiere ya una lectura mítica: Víctor, como Prometeo, sucumbe a la hibris, la arrogancia que lleva al ser humano a desafiar los límites que le son propios.

Una de las representaciones de Prometeo que más me han impresionado es la de José Clemente Orozco (jalisciense al igual que Guillermo del Toro) en el mural que pintó en 1930 y que se considera el primero realizado en Estados Unidos. Esta joya se encuentra en Pomona College, al este de Los Ángeles. En el centro destaca un musculoso titán que tiende las manos hacia lo alto para robar el fuego a los dioses; a sus costados, una multitud de personas parece contenta de recibir el regalo, mientras otra parte permanece indiferente o temerosa. Por entregar el fuego —el conocimiento— a los hombres, Prometeo fue severamente castigado por Zeus. Mientras veía la película de Guillermo del Toro, no podía dejar de pensar en ese mural. Víctor Frankenstein se atreve a desafiar a la muerte, insuflando vida en la materia muerta, jugando a ser Dios. Y será castigado por la criatura que él mismo creó.
El actor de origen guatemalteco, Oscar Isaac, interpreta a un brillante y torturado Frankenstein que transgrede todos los límites al dar vida a un ser hecho con partes de cadáveres, dotándolo de fuerza y vitalidad. Así nace la criatura personificada por Jacob Elordi. El actor logra una performance extraordinaria (gestualidad, silencios, movimientos casi dancísticos) que seguramente lo llevará a una nominación al Óscar. Si bien en la novela de Mary Shelley la criatura asesina violentamente en respuesta a los oídos sordos de su creador, en la versión de Guillermo del Toro solo se defiende de los ataques de los humanos, que lo reciben con miedo y repulsión. Este nuevo ser tiene emociones, sueños y deseos, pero no encuentra su lugar en el mundo. Lo rodean la soledad, la incomprensión y el odio. Es un hijo desatendido por un padre irresponsable. Y ni siquiera tiene el consuelo de la muerte, porque su creador lo ha hecho inmortal (Guillermo del Toro toma este elemento de Drácula, el eterno navegante a través de los siglos). Si Boris Karloff fue el rostro icónico de la criatura en el siglo XX, Jacob Elordi lo será en el XXI.
Hay un personaje que establece una conexión espiritual con la criatura: Elizabeth Harlander, interpretada con luminosa delicadeza por Mia Goth. Brillante, interesada en la entomología y la botánica, Elizabeth —figura trágica dotada de una belleza etérea, como si caminara apenas sobre este mundo— defiende a la criatura de los abusos de Víctor e intenta comprender sus emociones. En realidad, estamos frente a dos almas gemelas: ambos son seres que no encajan en su entorno. Elizabeth dirá: “Mi lugar no estuvo nunca en este mundo”, lo cual podría ser dicho por la criatura también. Por su parte, un magnífico Christoph Waltz interpreta al tío de Elizabeth, un traficante de armas durante la guerra de Crimea (1853-1856) que financia los experimentos de Víctor.

Guillermo del Toro logra una obra maestra no solo por la apropiación profunda de la novela de Mary Shelley, sino por los altos valores de producción. La cinematografía destaca por una paleta cromática rica y simbólica (presten atención al uso del rojo). La cámara se desplaza con fluidez gracias a movimientos de grúa que sostienen la narrativa sin fracturas. Los decorados fueron elaborados artesanalmente, pues Del Toro se niega a recurrir a la inteligencia artificial. La música se integra con suavidad: ese dulce violín que acompaña a la criatura subraya su inocencia, su ternura, su humanidad. Y hay detalles significativos, como el lenguaje de las manos: las manos largas del ser comparadas con las de su creador; las finas manos de Elizabeth que la criatura descubre tras quitarle los verdes guantes; las manos entrelazadas que anuncian el perdón y la paz interior. No puedo dejar de mencionar el plano inicial del capitán del barco que se dirige al Polo Norte. De pie, en la inmensa estepa de nieve, el sol aparece a sus espaldas; y, en el plano final, ese mismo sol iluminará el rostro de la criatura que mira hacia el horizonte, lo cual crea un perfecto relato circular.
¿Qué nos convierte en humanos? Yo digo que es la muerte. Ser humano es ser mortal.
Pero también —y aquí Guillermo del Toro insiste— es reconocer la mortalidad en el otro, incluso en aquel que la sociedad rechaza. La criatura es el migrante, el diferente, el Otro. Cuando negamos la humanidad de quienes no se ajustan a la norma, repetimos el acto de Frankenstein: crear vida para luego abandonarla. A esa verdad universal, simple y hermosa, vuelve Guillermo del Toro en Frankenstein, que —me atrevo a decir— será el testamento fílmico del cineasta mexicano.








