Lo que sentí aquella noche entre los vivos y los muertos
En Michoacán descubrí que el Día de Muertos no es una fecha, sino un sentimiento que une el amor, la vida y la eternidad.
Por Edgar “NamastED” Chávez — Colaborador invitado en Argos Latino
El Día de Muertos es una celebración que siempre ha estado presente en la cultura mexicana. Desde muy pequeños aprendemos el significado de su tradición y ofrendas. Inclusive, algunas películas animadas nos han invitado a abrazar los recuerdos, pero yo tuve la experiencia en carne y hueso de comprender que el Día de Muertos no es una fecha: es un sentimiento.

Visité el estado de Michoacán y algunos de los cementerios más tradicionales en pueblos cercanos a Pátzcuaro. La celebración comienza desde días antes, preparando lo que será la noche de bienvenida: ese reencuentro aquí en vida y el festejo de la muerte después de la vida. El encuentro entre las memorias, los “hubiera” y el presente ocurre en una atmósfera mágica, con flores de cempasúchil, velas encendidas, fotografías, comida, alcohol, música y melancolía.

La vida y la muerte están intrínsecamente ligadas; conviven a diario de forma elegante, como una catrina de José Guadalupe Posada.
Pero algo que emocionalmente me conmovió fue ser testigo de la base de esta celebración: el amor. El amor como sentimiento profundo, como una frecuencia alta que trasciende tiempo y espacio. Porque la muerte pudo acabar con la vida de ese ser amado, pero no con el amor que le tuvimos.
Encontré a cada familia honrando a sus muertos, y cómo el amor se hacía presente en la velada. La música invadía el aire; la luz de las velas iluminaba el camino de las almas y la oscuridad de la noche. Mientras tanto, a través de los ojos de los vivos, se sentía el amor por cada uno de sus difuntos, que, fieles, “llegaban” al esperado reencuentro con los suyos.
La noche transcurría sin prisa, y con cada minuto que avanzaba, la energía era distinta. Todo se iba transformando para bien. La cara triste dibujaba una sonrisa; la lágrima de la ausencia se llenaba con la presencia. Y así, cada vez más gente se sumaba a la “fiesta”. Se vivía cada minuto en contemplación y gozo. Por esa ocasión, los cementerios dejaban de sentirse grises para sentirse jubilosos, aprovechando la luz de las velas mientras se consumían sin prisa hasta el amanecer.
El alba anuncia que la celebración ha terminado. Tocaba soltar, una vez más, esa presencia muerta que volvía a ser ausencia viva, pero esta vez llena de calma, con el anhelo de otro reencuentro en la tierra viva o, quizás, en la eternidad prometida. Es un velo lo que nos separa, los vivos de los muertos; por eso es que siempre estamos presentes, seguimos juntos.
Como dije antes, el amor estuvo en el aire en todo momento: en los colores y en los aromas. La frecuencia del amor es una vibración alta donde la conexión espiritual es posible y los milagros ocurren. El equilibrio sucede para hacernos conscientes. Al morir, para elevarnos, no nos llevaremos el cuerpo, el rencor, el dolor, el miedo. Soltaremos lo que nos pesa, y será el amor que dimos y recibimos lo que nos hará elevar.
Solo te pido que, la próxima vez que veas un altar, recuerdes que estás honrando al amor. Porque el amor no se ha ido: sigue existiendo de otra forma. Y aquellos que amamos nos siguen amando, porque el amor, cuando se siente, se expande, no muere. Esos seres queridos dejaron de vivir con nosotros para vivir en nosotros. Están siempre vivos.
Edgar “NamastED” Chávez es colaborador invitado de Argos Latino. Comparte historias que inspiran conexión, reflexión y conciencia.





