Mi viaje por las Siete Maravillas del Mundo y la octava que encontré sin buscarla
De Chichén Itzá al Cristo Redentor, una travesía que empezó como un reto y terminó siendo una lección de vida
Viajar siempre ha sido mi refugio y mi actividad favorita. Un día, mientras exploraba Instagram, caí en un post de un influencer viajero que festejaba haber cumplido el reto de visitar las Siete Maravillas del Mundo Moderno. Al ver las fotos, me di cuenta de que ya llevaba tres: Chichén Itzá, el Coliseo Romano y el Taj Mahal.
Entonces me pregunté: ¿cómo sería visitar las siete? Así surgió el reto que me llevaría a recorrer siete países, apreciar siete culturas y aprender siete lecciones sobre mí misma y sobre la vida.
Me tomó más de cinco años. Se atravesó una pandemia mundial, un desempleo, una depresión… y la vida. Por varios años me quedé con seis, y al visitar la última, el Cristo Redentor, me di cuenta de que este trayecto fue transformador, sanador y, sobre todo, de gran aprendizaje.
Hoy te contaré mi experiencia, que no cabe en ninguna guía turística. Acompáñame a revivir esta aventura. Espero que, por lo menos, logre inspirar a alguien a ver la vida con ojos distintos.
Chichén Itzá – Aprender a valorar lo que tenemos
Esta fue mi primera maravilla. Nunca olvidaré esa tarde. Había miles de personas, casi todas vestidas de blanco, esperando sentadas alrededor del templo de Kukulkán. Había música, baile, conversaciones, risas. Y de repente, se hizo un silencio ensordecedor. Ver el sol descender por esas escaleras en forma de serpiente es algo muy difícil de explicar. Es de esas cosas que hay que vivir.
Los mayas no necesitaban relojes digitales ni satélites para entender el tiempo: solo observaban el cielo. Y nosotros, los mexicanos, venimos de ahí: de esa cultura, de esa sabiduría ancestral. El tiempo para los mayas no era lineal. La vida moderna nos ha hecho adaptarnos, pero de vez en cuando, regresar a esas raíces nos hace más completos. Más felices.



He visitado Chichén Itzá un par de veces más, y cada vez descubro algo nuevo. Pero la lección más importante es aprender a vivir en conexión con los elementos, al ritmo del sol. Y no olvidar que nuestras raíces son sabias y llenas de una cultura rica que a veces no sabemos apreciar.
Machu Picchu – La humildad y la paciencia
Dicen que esta es la maravilla más difícil de acceder. Hay que tomar un vuelo a Cusco, después un auto a Ollantaytambo, luego un tren a Aguas Calientes y, finalmente, un autobús a la ciudadela de Machu Picchu. Yo, siendo quien soy, decidí hacer la ruta más complicada y caminar. Caminé por cuatro días, acampando en las montañas, siguiendo el Camino del Inca. Creo que ha sido el reto más grande de mi vida, tanto física como emocionalmente.
Las madrugadas eran frías, el aire cada vez más delgado, y a veces las subidas parecían no tener fin. Pero en cada paso aprendí algo: que el cuerpo aguanta más de lo que uno cree, que el silencio puede ser el mejor compañero y que la humildad llega cuando te das cuenta de lo pequeños que somos frente a la naturaleza.
Cuando por fin llegas y ves la ciudad sagrada entre la neblina, el cansancio desaparece. Hay un silencio sagrado. Uno de mis guías me dijo: “Este lugar amplifica los pensamientos”, y lo comprobé. Esas montañas son un eco de lo que llevas en la mente y en el corazón.

“Se llega pasito a pasito”, me decía el otro guía. Y esa puede ser una metáfora de la vida. Ese lugar, ese trayecto en particular, me enseñaron que las cosas que valen la pena siempre exigen paciencia, humildad, esfuerzo y fe.
El Coliseo Romano – Y cómo no hemos aprendido de nuestros errores
Roma es caótica y encantadora. Cada esquina tiene historia, pero nada te prepara para la primera vez que ves el Coliseo. Un edificio que se ha mantenido en pie por miles de años y que representa una civilización que gobernó el mundo entero y nos influye hasta nuestros días.


Aprender de la historia de ese magistral monumento es darse cuenta de que, a pesar de los siglos, las cosas no han cambiado tanto. Antes se sacrificaban gladiadores y esclavos en la arena, para beneficio y entretenimiento de las masas. ¿Les suena familiar?
Cuántas veces seguimos hoy aplaudiendo el sufrimiento ajeno, solo que ahora desde una pantalla. La vida, la carrera y la dignidad de cientos de personas se han sacrificado en nuestros días para entretener a los demás. Eso demuestra que, en el fondo, la humanidad no ha cambiado tanto: seguimos fascinados con la caída, la derrota, el escándalo.
“Pan y circo”, decían los romanos. Y eso es lo que nos siguen dando. Dice el dicho que quien no conoce su historia está condenado a repetirla. El Coliseo es el símbolo de eso. De este monumento aprendí que no hemos cambiado tanto: seguimos siendo algo salvajes, deleitándonos con el sufrimiento ajeno.
Petra – Hay que vivir el presente
Petra fue un sueño. Después de caminar entre las paredes del desfiladero de Al-Siq, cuando el sol apenas asoma y el aire es tibio, aparece la fachada de la Tesorería. Es un momento que corta la respiración. El color rosado de la piedra cambia con la luz del día: a veces es dorado, otras de un rojo intenso.
El complejo es enorme, aunque la mayoría de nosotros solo hemos visto ese edificio principal, el que sale en la película Indiana Jones. Cuando vas aprendiendo más sobre esta ciudad abandonada, donde prosperaron los nabateos, te das cuenta de que la mayoría de los edificios que han perdurado son tumbas. Sí, la Tesorería es una tumba, y se cree que el famoso Monasterio también.
Pensar que en su esplendor la ciudad tuvo más de veinte mil habitantes hace reflexionar: ¿por qué pusieron más empeño en construir el lugar de su descanso eterno que en sus viviendas cotidianas? A lo largo de la historia se repite esa tendencia. A la mayoría de los seres humanos nos preocupa más qué será de nosotros después de la muerte que vivir la vida hoy.


Para mí, esa fue la mayor lección que me dejó este impresionante lugar. Lo que pasará con nosotros al morir es un misterio. Existe la fe, que nos da diferentes posibilidades según nuestras creencias. Pero yo pienso: ¿y mientras estamos aquí, qué?
Así que no hay que ser como los nabateos. Sí, preocupémonos por el más allá, pero no nos olvidemos de vivir. A fin de cuentas, nuestras tumbas podrían terminar siendo una gran atracción turística… y nosotros sin darnos cuenta.
La Gran Muralla China – El miedo y lo que nos deja
Caminar por la Gran Muralla es una mezcla de asombro y agotamiento. Subes y bajas escalones desiguales mientras el paisaje se pierde en el horizonte. Vas viendo hacia el suelo para no caerte, pero tienes que recordarte constantemente que hay que mirar hacia arriba y ver a tu alrededor. Otra metáfora de la vida. Sí, ya lo sé, no quiero sonar cursi, pero no puedo evitarlo.
La muralla fue construida para protegerse del enemigo, para mantener a “los otros” lejos. Y mientras la recorría, pensé en cuántas murallas invisibles seguimos levantando: entre países, entre clases, entre personas. Hasta dentro de uno mismo. En este caso, el miedo nos dejó un monumento impresionante: más de trece mil millas de piedra. Pero aquí es donde hay que analizar: ¿qué nos está dejando el miedo en la actualidad?
Quizás ya no levantamos muros de piedra, pero los digitales no son menos altos. Hoy bloqueamos, cancelamos, desconfiamos. Construimos murallas emocionales para no sentir, mentales para no cambiar, sociales para no ver al otro. Y sin embargo, ahí estamos, agotados, mirando hacia el piso, olvidando voltear al horizonte.
La Muralla me enseñó que el miedo también construye, pero rara vez deja algo hermoso. Lo admirable no fue haberla levantado, sino que aún perdura. ¿Cuánto tiempo más podrán resistir las que nosotros hemos levantado?
Lo mejor de la muralla es la vista desde arriba. Una invitación a bajar la guardia, a mirar más lejos y a recordar que del otro lado casi siempre hay alguien que también tiene miedo.
El Cristo Redentor – Los sueños se hacen realidad con esfuerzo
Todas las maravillas fueron muy especiales para mí, pero esta, por ser la última, tuvo un sabor distinto. Tardé más de dos años en terminar el reto. Cuando finalmente llegamos al Corcovado, íbamos subiendo las escaleras eléctricas y logré ver la espalda del Cristo. Sentí una satisfacción muy difícil de describir.
Subí con cientos de turistas, entre cámaras, risas y el sonido del samba lejano, pero al llegar arriba sentí paz. Sentí que todo era posible. Pasaron muchas cosas para que llegara ese momento, y allí, subiendo ese cerro, entendí que todo es posible cuando te lo propones y trabajas para lograrlo.
Puede sonar cursi, y quizá no se vale comparar algo como esto con la vida, pero pensé que nuestro camino está lleno de retos, de todo tipo, y que nosotros tenemos opciones para enfrentarlos. Claro que todas nuestras circunstancias son distintas, pero si dejamos de luchar, si dejamos de intentar, no lograremos nada. No podemos esperar que alguien venga a resolvernos la vida. Hay que tomar la decisión y hacer nuestros propios sueños realidad.
El Cristo impone. Te ve desde arriba en su gesto todopoderoso, pero con una mirada tierna, de amor. Me quedé largo rato observándolo y mirando la vista desde arriba, pensando que tal vez eso es lo que todos necesitamos: la fe y la esperanza de que todo saldrá bien. De que subiremos nuestro cerro personal y lograremos lo que tanto hemos deseado.
El Taj Mahal – El verdadero amor eterno
El Taj Mahal es una de esas maravillas que ni mil fotos pueden hacerle justicia. Cuando lo ves por primera vez, sientes que el tiempo se detiene. Todo está perfectamente simétrico: el jardín, los canales, el reflejo en el agua. Y aun así, hay algo profundamente humano en su perfección.
La historia cuenta que Shah Jahan mandó construirlo en honor a su esposa Mumtaz Mahal, que murió dando a luz a su hijo número catorce. Pero una cosa es leerlo y otra muy distinta es estar ahí, frente a ese monumento de mármol blanco que brilla diferente con cada hora del día. Por la mañana parece un sueño, al atardecer se tiñe de dorado y, de noche, con la luz de la luna, se vuelve casi azul. Como si el amor tuviera sus propias estaciones.


Estar ahí me conmovió más de lo que esperaba. Tal vez porque no es un monumento al romance, sino al duelo. Es el amor en su forma más pura: la que no se rinde ante la muerte. Ese hombre perdió a su gran amor y decidió inmortalizarla. Y pensé: si el amor puede construir algo así, también puede cambiar el mundo.
El Taj Mahal me hizo creer que sí existe el amor eterno, pero no necesariamente como nos lo pintan. No es el que dura para siempre entre dos personas, sino el que deja huella; el que inspira a otros, el que trasciende el tiempo y las formas.
La octava maravilla
Al final de este recorrido, entendí que las maravillas no están hechas de piedra, ni de mármol, ni de historia. Están hechas de lo que sientes al visitarlas.
De la emoción que te sacude cuando el sol baja por las escaleras de Chichén Itzá, del silencio que te envuelve en Machu Picchu, del eco histórico en el Coliseo, del asombro desértico en Petra, del vértigo de la Muralla, de la esperanza que se respira en Río o del amor que late en el Taj Mahal.
Cada lugar me enseñó algo distinto, pero todas coincidieron en lo mismo: lo verdaderamente maravilloso no está afuera, sino adentro. Visitarlas me transformó, por las versiones de mí que descubrí en cada destino.
Y así, después de recorrer siete países y cumplir un sueño que comenzó sin planearse, creo que encontré la octava maravilla del mundo: la capacidad de seguir maravillándome.
De mirar con asombro lo cotidiano.
De entender que el verdadero viaje no siempre implica maletas ni boletos, sino aprender a ver el mundo, y a uno mismo, con los ojos abiertos y el corazón ligero.











