Hollywood juega con nuestra nostalgia porque funciona
Jaws y Back to the Future regresan para recordarme por qué el cine sigue siendo hogar
Decía el escritor argentino Jorge Luis Borges que leer es una forma de felicidad. Su crítico a domicilio toma prestada esa oración para afirmar que ver cine es, también, una forma de felicidad. Y hay otra frase que siempre repito: “El cine es mejor que la vida”. No es mía ni tampoco del historiador del cine mexicano Emilio García Riera, que la usó como título de uno de sus libros. En realidad, pertenece al crítico y director francés François Truffaut. Pero me gusta pensar que la dije primero porque yo, como muchos de ustedes, estimados argonautas, creo que sentarse a ver una película es uno de los grandes placeres de la existencia.
Yo quería estudiar cine, pero en la década de los ochenta, cuando ingresé a la Universidad de Guadalajara, no existía una escuela dedicada al séptimo arte. Por eso estudié letras latinoamericanas —mi otra gran afición—, y lo que he aprendido de crítica cinematográfica ha sido de manera autodidacta. He visto todo el cine que me ha sido posible: desde obras maestras hasta productos decididamente comerciales. Insisto: el cine, que es al mismo tiempo arte e industria, ha sido para mí una vía de escape de una realidad a veces un tanto monótona y rutinaria.
Lo anterior viene a cuento porque este año celebramos los aniversarios de dos películas que hicieron historia por razones que mencionaré más adelante: Jaws, de Steven Spielberg, estrenada en 1975, y Back to the Future, de Robert Zemeckis, estrenada en 1985, una década después. La primera cumple cincuenta años; la segunda, cuarenta. Tuve la suerte de volver a verlas recientemente en pantalla grande, en funciones conmemorativas aquí en Los Ángeles, la Meca del cine, La La Land. Confieso que soy un cinéfilo que disfruta volver a ver sus películas favoritas sin agotarlas nunca: anticipando escenas, repitiendo diálogos, entreviendo el rostro de esa actriz que permanece indeleble en la memoria y que vuelve a aparecer, radiante, en la pantalla; y, en fin, dejándome envolver por la música que acompaña los momentos decisivos.
No recuerdo exactamente cuándo vi Tiburón (así se tituló en español), pero debió ser poco después de su estreno. Yo era un adolescente en Guadalajara, cuando las salas de cine eran palacios y la experiencia cinematográfica era un ritual colectivo. Ir al cine se convertía en una práctica cultural cuya dimensión principal era la sociabilidad: un modo de estar juntos en una comunidad de desconocidos que, sin embargo, compartían un mismo estremecimiento cuando sonaba el leitmotiv musical compuesto por John Williams —esa nota lenta al acecho y más veloz en el ataque— anunciando que el tiburón se aproximaba a su víctima. Era la vivencia colectiva del cine en su estado más puro.

Una década después vi Volver al futuro (título en español), también en Guadalajara, ya en vísperas de la transformación que sufrirían las grandes salas. Es una película que nos invita a suspender la incredulidad y entregarnos a la fantasía del viaje en el tiempo. Marty McFly (Michael J. Fox), habitante de 1985, debe viajar a 1955 para salvar el matrimonio de sus padres y asegurar así su propia existencia. La película de Spielberg inaugura lo que los historiadores del cine llaman el blockbuster moderno: un filme acompañado de una gran campaña publicitaria, lanzado masivamente para convertirse en producto global. Es cine-espectáculo concebido para audiencias transnacionales, rasgo que hoy comparten muchas de las series y películas de las plataformas digitales. Volver al futuro sigue ese modelo y lo perfecciona, convirtiéndose en un fenómeno de masas.
Mientras pienso en estos aniversarios, recuerdo que en el 2027, Saturday Night Fever, la película de John Badham que catapultó a John Travolta, cumplirá también cincuenta años. En español se tituló Fiebre de sábado por la noche. Esa película marcó mi adolescencia y mi descubrimiento de la música de los Bee Gees. Y, de alguna manera, como Tony Manero, yo también esperaba el fin de semana para escapar de la cotidianidad y vivir el gozo del baile. Notarán que en esta entrega hablo solo de películas hollywoodenses, pero podría repetirse el ejercicio con cinematografías de otras latitudes.
¿Por qué importa celebrar estos aniversarios? Porque las películas del pasado nos provocan una nostalgia profunda. La nostalgia nos permite sentirnos parte de una generación que compartió una misma historia cultural, un mundo que se ha transformado aceleradamente. En lo personal, estos aniversarios me recuerdan cuánto disfrutaba ir al cine de mi barrio y sentirme parte de una comunidad. Las películas que nos han marcado ocupan un lugar especial en nuestra memoria, acompañadas de otros recuerdos que, con el tiempo, se erosionan. Pero la memoria es obstinada, y junto con las películas regresan los rostros de quienes formaron parte de nuestra vida. Las películas envejecen, y nosotros con ellas. Por eso celebrarlas es también reconocer nuestro propio tránsito. Son las películas de nuestra vida, convertidas en memento mori: recordatorios de que nuestro tiempo también tiene fecha de caducidad.
Estos aniversarios nos recuerdan que el cine ha sido siempre un espacio donde una comunidad imagina el mundo que habita. Las películas que marcaron nuestra juventud no solo hablan del pasado; hablan de lo que deseábamos ser, de los miedos colectivos de una época y de las esperanzas que todavía no sabíamos nombrar. Hoy, cuando las pantallas se han vuelto más solitarias y el mundo más incierto, volver a estas películas es una forma de reclamar esa experiencia compartida. Celebro sus aniversarios porque, al celebrarlos, celebro también la posibilidad de seguir viendo juntos, aunque sea por un par de horas, un futuro más luminoso que el que a veces nos rodea.
Esperaré el medio siglo de Saturday Night Fever dentro de un par de años. Caminaré hacia la sala oscura, sereno, ese lugar donde siempre me siento en casa, y veré aparecer a Travolta bailando al ritmo de los Bee Gees. El cine juega con nosotros: en la pantalla preserva la juventud de nuestros ídolos, mientras nosotros inevitablemente envejecemos. Ellos permanecen congelados en celuloide; nosotros somos tiempo que fluye como los ríos que van a dar a la mar. Pero cerraré los ojos y, al abrirlos, Travolta será —por un instante— un reflejo de mí mismo. Un pequeño acto de alquimia que me devolverá mi antigua juventud.











